Para desear hace falta perspectiva, cierto trecho que salvar, la mirada desde la otra orilla. Por eso son tan excitantes los comienzos: porque el otro es un misterio que intuimos cargado de posibilidades. Pero la ruta de los deseos nunca cubre la distancia más corta entre dos puntos: no es una línea recta. Es, más bien, el largo recorrido de un río: con meandros, curvas, saltos, afluentes, embalses… O sea, algo rico y complejo. Y, en esa riqueza, la necesidad de fusión coexiste con la necesidad de estar separados. No lo hace siguiendo una pauta fija sino, como un río, según el paisaje en el que se adentre. Desear es impredecible.
Al principio de la relación existe la distancia suficiente entre los amantes como para que puedan entregarse el uno al otro sin temor a perder esa separación. Eso hace que los encuentros eróticos sean apasionados y emocionantes. Pero a medida que la relación avanza, aumenta también esa intimidad y, por tanto, la pérdida de los límites entre uno y otro. Es entonces cuando puede aguarse la fiesta. Porque, al amar, a menudo deseamos con todas nuestras fuerzas agradar al otro, no lastimarlo, cuidar de él. Asumimos la responsabilidad de hacerlo feliz… y en ese camino perdemos nuestra libertad.
Solo se puede desear desde la libertad. Necesitamos concentrarnos en nuestras propias necesidades y actuar con espontaneidad para que los deseos fluyan. La búsqueda del placer exige cierto grado de egoísmo, un ingrediente imprescindible en la relación. ¿Cuánto?, ¿cuándo? Es difícil contestar. Porque si bien la entrega y la incondicionalidad son dos enormes estímulos en la relación afectiva, en determinados momentos pueden resultar muy poco eróticos. Incluso asfixiantes. No nos queda más remedio que ir probando, acercarnos y alejarnos en función de nuestras necesidades sin perder de vista las del otro. Eso hace de la pareja un organismo vivo y dinámico, un camino y no un destino.
La distancia es lo que posibilitó la relación en sus comienzos. Y la distancia, alternada con la conexión, es lo que sigue aumentando el deseo durante la vida en común. Por eso, cultivemos nuestra propia individualidad dentro de la pareja, desarrollemos la intimidad con nosotras mismas. Y, ante el otro, a veces callemos, no toquemos, no estemos, no lo sepamos todo, mostrémonos esquivas… Alejémonos un poco, lo necesario para que el otro pueda vernos desde cierta distancia. No es un rechazo. Es, simplemente, jugar a que no nos necesitamos, percibir la posibilidad de perdernos y desear volver a estar juntos. Es solo eso.