No soy la primera que escribe algo parecido. Porque, pese a que hay muchas mujeres que prefieren hacer deporte de forma relajada, a su aire y sin ninguna presión, hay otras que cuentan que no rinden al mismo nivel si no es compitiendo. O lo que es lo mismo: prefieren correr, jugar, nadar… con el objetivo claro de ganar.
Hay varios factores que pueden explicar esto.
Enfrentarse a un rival, sin duda, ayuda a estimular la autoexigencia, una cualidad casi siempre presente en las personas con éxito en su vida personal y en su trabajo. La tensión competitiva es un incentivo de cara a superarnos, a no relajarnos, a buscar nuevas metas. No estoy diciendo que por el hecho de no competir no desarrollemos estos valores, pero sí que es probable que en ese caso dependa más de nuestra autodisciplina.
Por otro lado, si lo que practicamos es un deporte de equipo, la competición nos une a nuestros compañeros: sumamos fuerzas para enfrentarnos a los adversarios y eso refuerza el sentimiento de pertenencia al grupo. Los partidos de dobles, en tenis, son un ejemplo perfecto de esto, y la compenetración juega un papel fundamental que influye muchísimo en el resultado final. También se trabaja la confianza en tu(s) compañero(s), la estrategia colectiva, la toma de decisiones consensuada, etcétera.
Luego está el placer de ganar, que no obtenemos si no competimos (aunque es verdad que lograr batir nuestras propias marcas puede tener efectos muy similares).
Y también, por supuesto, el hecho de saber perder, que implica necesariamente desarrollar una resistencia a la frustración: algo que nos ayudará en muchos momentos en nuestro trabajo y nuestro día a día.
En definitiva, la competición es una experiencia que puede resultar favorable para vuestro cuerpo y vuestra mente por muchos motivos. Así que si os lo estáis pensando, ya sabéis: adelante. Tenéis mucho que ganar.