Los deseos no juegan en la liga de las obligaciones. Eso significa que si me siento presionada a querer algo, lo más probable es que no lo quiera. Incluso puede que acabe cogiéndole manía. Desear es algo espontáneo, y la espontaneidad, por muy paradójico que resulte, requiere su tiempo.
Pero el deseo también se puede provocar, y es entonces cuando entra en juego la espera, hacer las cosas paso a paso. Contrariamente a lo que a menudo creemos, en el erotismo no lo queremos todo y lo queremos ya. El “aquí te pillo aquí te mato” funciona a veces, pero es más bien “para un apuro”, como una dieta rápida que haces para caber en tu nuevo vestido el próximo fin de semana. Sin embargo, cuando hablamos de deseos profundos, la dinámica que rige la atracción no se precipita sino que impone su propio ritmo. Un ritmo que se parece más a un goteo que a una cascada. Es lo que llamamos seducción, ese arte de atraer y detenerse a ver qué sucede, atraer de nuevo y volver a detenerse… y deleitarse en el propio proceso.
Por ejemplo, cuando tu pareja te propone un encuentro romántico y este no se produce de inmediato, vuestro propio deseo pone en marcha (sin que ninguno de los dos lo pretenda) un mecanismo de seducción que lleva a acrecentar el deseo del otro… y de uno mismo. Esa espera, la de ambos, va preparando el terreno para el encuentro. Tanto él como tú, probablemente imagináis qué ocurrirá, los gestos de bienvenida, la ropa, el olor, las palabras, el escenario… Un “qué ganas tengo de verte” o “me muero por besarte” antes de ese encuentro abre un poco más el surtidor de ese goteo hasta que, con muchos pocos, consigue desbordarse.
Tener la perspectiva de que algo apetecible va a suceder aumenta las ganas de que eso suceda, y sentir que deseamos genera más deseo; también lo provoca contemplar el deseo del otro: es un emocionante baile de idas y venidas. Por eso, hablamos de una “espera erótica” en la que mostramos nuestra necesidad de acercarnos a quien nos atrae. No es una espera fría ni indiferente, no es desdén. Es más bien un travieso “ya verás cuando te pille”. Este juego amatorio dilata la situación por el placer de mantenerse más tiempo en ella, como sucede cuando mantenemos largas sobremesas, remoloneamos en la cama o nos desnudamos despacio ante el otro. Lo hacemos, simplemente, porque resulta agradable.
La espera erótica (que, repito, no es rechazo ni frialdad sino juego) es una oportunidad para mostrar los sentimientos mientras se aguarda, una manera de decirse el uno al otro “estoy aquí”. Saber que el otro nos espera inspira nuestra confianza y nos invita a tomarnos nuestro tiempo. Algo importante, pues en cuestiones amorosas cuanta más prisa nos meten, más tardamos en responder. Y es que somos así: no nos gusta que nadie mande sobre algo tan íntimo y libre como nuestros deseos.