Es difícil amar al otro sin renunciar a uno mismo. De hecho, es la dificultad número uno de las relaciones. Tememos que el otro deje de amarnos, y por ello a menudo nos adaptamos a sus expectativas y renunciamos a las nuestras. Esa es la razón por la que resulta mucho más fácil ser egoísta o dejarnos llevar con quien no nos importa demasiado. Y por eso hay personas que, en la cama, se divierten más con alguien que acaban de conocer o que no aman. Solo se sienten libres en el anonimato.
Pero ser egoísta en la cama con quien amamos no nos aleja de él sino al contrario: refuerza la relación. Es cierto que, para que funcione, el egoísmo ha de ser bilateral: que ambos amantes se sientan libres de ejercerlo en el grado que les plazca, cada uno el suyo. También hace falta que ese egoísmo se sazone con dosis de generosidad. Si es así, si el juego es mutuo y rico, ese punto de egoísmo erótico pone en juego ciertos valores que afianzan la intimidad.
Uno de ellos es la excitación: para excitarnos, necesitamos concentrarnos en nuestras sensaciones, conectarnos eróticamente con nosotros mismos. Hacerlo en presencia del otro y comprobar que sigue ahí y que, además, le gusta ser testigo de nuestro placer, aumenta muchísimo la confianza mutua. Esa aceptación incondicional es un bálsamo contra la vulnerabilidad que siempre está implícita en el deseo y que tantas veces nos atemoriza.
El egoísmo erótico es, también, una invitación a que el otro se deje llevar, con la seguridad de que no va a ser rechazado por ello. Es garantizar a nuestro amante que no le vamos a juzgar por sus deseos ni por lo que hace, dice o propone. Qué placer es comprobar que esa parte tan profunda, y a veces secreta, de nosotros mismos no asusta a nuestro compañero de cama sino que, incluso, le excita.
Porque esa es precisamente otra ventaja que el egoísmo erótico aporta a la relación: que el placer se contagia. Cuando somos auténticos y disfrutamos de verdad, la relación crece. Cada vez nos conocemos más a nosotros mismos y al otro, compartimos con él una parte esencial y exclusiva de nosotros. Y, por eso, cada vez somos más capaces de provocar la riqueza de sensaciones y emociones que participan en los encuentros amorosos. Ese enriquecimiento alimenta la intimidad, trae consigo enormes dosis de libertad y mejora la calidad de la relación.
Y un último valor: distanciarse. Alejarse del otro, perderse en uno mismo para reencontrarse después con él. Eso es, por un lado, enriquecer nuestro mundo personal y, por otro, tender un puente entre tú y yo. Es marcar la distancia necesaria para que uno y otro podamos vernos desde lejos, apreciar esa lejanía y desear acercarnos otra vez.
El deseo no es como una tarta, que si yo me la como entera ya no queda nada para ti. El deseo es, más bien, como un baile: cuando yo me lo paso bien hay muchas más posibilidades de que tú también disfrutes. Entonces, solo queda disfrutar.