Cada vez que oigo o leo sobre el asunto se me ponen los pelos de punta. No solo porque este concepto parece haber sido acuñado principalmente para las mujeres sino también porque considero que se utiliza muy a la ligera.
Porque suponer que existe un deseo inhibido o hipoactivo equivale a creer que hay un grado de deseo aceptable y otro que no lo es. Si esto es así, ¿quién establece a partir de qué punto hemos llegado a la hipoactividad? ¿Y cuál es la referencia de ella?, ¿lo que le pasa a la mayoría? No entiendo por qué lo que le pasa a la mayoría es lo que debe considerarse mejor en cuestiones tan personales como el erotismo. Incluso dudo mucho que seamos capaces de desvelar qué es lo que realmente le pasa a la mayoría.
Insisto: ¿cuál es la referencia? ¿La intensidad del deseo que sentíamos al comienzo de la relación? Hum, no sirve. Porque que «las ganas» cambien, suban, bajen o varíen de color, textura y forma es algo consustancial al hecho de existir.
Lo cierto es que la referencia es, a menudo, el deseo del hombre. Y ahí empiezan las complicaciones. Porque es muy fácil que a una mujer no le apetezca hacer el amor precisamente cuando, donde y como quiere su pareja, por mucho que esta le guste. Quizás ni siquiera le apetece hacerlo con él en ese momento sino –quién sabe– con algún otro… Y puede que, en el instante en que él le sugiere un encuentro erótico, ella tenga ganas sentir otras cosas diferentes a las que habitualmente él le propone. Quizás, por ejemplo, él quiere jugar con los genitales y tener un orgasmo pero ella se inclina hacia algo más… indefinido. A, pongamos, sentirse deseada por la manera en la que él la mira o le habla; a desearlo a él por cómo se comporta con ella. ¿Por qué estas diferencias en esto de apetecer o no apetecer? Sencillamente porque ambos son singulares, y sus gustos también lo suelen ser a lo largo del día, de la semana y de las distintas épocas vitales.
No creo en el deseo sexual inhibido. Ni en el hipoactivo. Creo que hay cosas que ni pueden ni deberían medirse. Hacerlo solo sirve para sembrar el desasosiego entre unos y otras.
Pero sí creo en esos desajustes tan usuales en las parejas, esa natural falta de unanimidad en múltiples cuestiones: a la hora de escoger película o decidir restaurante; al planificar el fin de semana, organizarse con el cuidado de los hijos, visitar a la familia… Es fácil que no haya simultaneidad de pareceres, pero no por eso vamos a considerar que eso es un problema. La pareja –cualquier relación humana, en realidad– es algo complejo debido a su enorme riqueza, y no coincidir en los deseos forma parte de esa complejidad. No nos lleva a ningún sitio convertir lo natural en un problema.
Pero sigue en el aire una duda: entonces, si a mí me apetece hacer el amor y al otro no, ¿qué hago?
Si existe una clave en esto de disfrutar juntos de lo mismo y en el mismo momento y lugar, tal vez pueda resumirse así: cuando a uno le apetece compartir algo con el otro, siempre puede utilizar su encanto y seducirlo para contagiarle las ganas.